El ataúd era de encina, y se pusieron a desatornillar la tabla superior que hacía de tapa. La humedad de la tierra había oxidado los tornillos y el ataúd logró ser abierto tras muchos esfuerzos. Un olor infecto exhaló de él, pese a las plantas aromáticas de que estaba sembrado.
-¡Oh, Dios mío, Dios mío!, murmuró Armando, y palideció más aún.
Los mismos sepultureros retrocedieron.
Una gran mortaja blanca cubría el cadáver, cuyas sinuosidades dibujaba. Aquella mortaja estaba comida casi por completo por uno de los extremos, y dejaba ver el pie de la muerta.
Yo estaba a punto de marearme, y, ahora que escribo estas líneas, el recuerdo de la escena se me aparece aún en su imponente realidad.
-Démonos prisa, dijo el comisario.
Entonces uno de los dos hombres extendió la mano, se puso a descoser la mortaja y cogiéndola por el extremo descubrió bruscamente el rostro de Margarita.
Era horrible de ver, es horrible de contar.
Los ojos no eran más que dos agujeros, los labios habían desaparecido y los dientes blancos estaban apretados unos contra otros. Los largos cabellos negros y secos estaban pegados a las sienes y ocultaban algo las cavidades verdes de las mejillas; y, sin embargo, en aquel rostro yo reconocía el rostro blanco, rosa y jovial que tan a menudo había visto.
Sin poder apartar su mirada de aquella figura, Armando se había llevado su pañuelo a la boca y lo mordía.
«La dama de las camelias»
Alejandro Dumas (hijo)