Por primera vez era consciente de los deberes que un creador tiene para con el ser que ha creado y comprendía que, antes que aborrecer sus perversas acciones, debía haber asegurado su felicidad. Estos pensamientos contribuyeron a modificar mi actitud para con él. Cruzamos el inmenso glaciar y escalamos las rocosas paredes del otro lado. El aire era helado. La lluvia volvía a caer. Entramos en su covacha, satisfecho el monstruo, sintiendo yo una opresión desconocida en el pecho, pero decidido a escucharle. Tomé asiento cerca del fuego que mi horrendo acompañante había encendido y, enseguida, el monstruo comenzó a contar su historia.
«Frankenstein», Mary Shelley