Siempre aquella voz distraída. "Se matará", pensó Kyo. Había escuchado bastante a su padre para saber que el que busca tan ásperamente lo absoluto no lo encuentra más que en la sensación. Sed de absoluto, sed de inmortalidad, por consiguiente, miedo a morir. Chen debiera haber sido cobarde; pero comprendía, como todo místico, que su absoluto no podía ser apresado más que en el instante. De ahí, sin duda, su desdén hacia todo lo que no tendiese al instante que le uniese a sí mismo en una posición vertiginosa. De aquella forma humana, que Kyo no veía siquiera, emanaba una fuerza ciega que la dominaba, la informe materia de que se hace la fatalidad. Aquel camarada, entonces silencioso, perdido en sus familiares visiones de espanto, tenía algo de loco, pero también algo de sagrado -lo que siempre tiene de sagrado la presencia de lo inhumano-. Quizá no matase a Chiang sino para matarse a sí mismo. Procurando volver a ver en la oscuridad aquel semblante agudo de bondadosos labios, Kyo sentía temblar en sí mismo la angustia primordial, la que lanzaba a Chen, a la vez, hacia los pulpos del sueño y hacia la muerte.
«La condición humana», André Malraux