Con sus veinte años, el mismo tono respetuoso y protector del ferretero, la misma manera tranquila y seca, los ojos desviados, una mano pellizcando la otra. La misma fe en los principios, en el éxito. Él también había descubierto el simple secreto aritmético de la vida, la fórmula del triunfo que sólo exige perseverar, despersonalizarse, ser apenas.
«Para una tumba sin nombre», J. Carlos Onetti