Mientras estuvo la mujer de los anteojos de sol no llegaron los sobres escritos a mano ni los de papel madera. Vivían en el hotel, y el hombre no volvió al depósito de basuras ni a la casita de las portuguesas; paseaban tomados del brazo, alquilaban caballos y cochecitos, subían y bajaban la sierra, sonreían alternativamente, endurecidos, sobre fondos pintorescos, para fotografiarse con la Leica que se había traído ella colgada de un hombro.
«Los adioses», J. Carlos Onetti